El Cementerio del Norte, Gabriel Di Meglio

“¡Muera el cementerio!”. El grito se escuchó en Salvador, Bahía, en el por entonces Imperio del Brasil, el 25 de octubre de 1836. Las calles de la ciudad fueron ese día el escenario de una revuelta popular de grandes proporciones. Una multitud convocada por algunas “hermandades” católicas se reunió para hacer una protesta frente al palacio de gobierno provincial y marchó luego a las afueras, hacia el flamante cementerio público, para destruirlo. Al término de la jornada, el lugar, incluyendo la capilla aledaña, era un conjunto de ruinas. El movimiento fue llamado la Cemiterada, y su causa fue la indignación popular ante un cambio que las autoridades impulsaban en relación con la muerte.

Hasta ese momento, los entierros –a cargo de las hermandades y cofradías– se hacían en las iglesias y sus inmediaciones. Así, vivos y muertos compartían el mismo ámbito. La gente creía que si los restos de una persona quedaban cerca de una iglesia, sus espíritus iban a estar cerca de Dios. A partir de la última parte del siglo XVIII, esa larga tradición, proveniente de Europa, había comenzado allí a ser transformada. Ceremonias más sencillas fueron reemplazando al boato de los funerales barrocos y, por motivos higiénicos, los cementerios comenzaron a ser emplazados fuera de los espacios urbanos.

Esa idea reformista fue la que causó, en la Argentina, unos años antes, la creación del Cementerio del Norte, hoy Cementerio de la Recoleta. En 1822, el gobierno de la provincia de Buenos Aires, encabezado por Martín Rodríguez y en la práctica dirigido por el ministro Bernardino Rivadavia, decidió impulsar la construcción de cementerios públicos; uno se iba a ubicar al norte, otro al oeste y un tercero al sur de la ciudad. Solo el primero fue creado inmediatamente. La medida no despertó una resistencia abierta, como ocurrió más tarde en el norte brasileño, pero sí se generó un gran malestar popular ante una innovación más amplia, que era una precondición para la aparición del cementerio: la reforma eclesiástica. Esta consistió en un fortalecimiento del clero secular (el que depende del obispo y está en contacto permanente con los fieles) en desmedro del clero regular (las órdenes religiosas, que tienen una regla, y no dependen del obispo local sino de sus propias autoridades).

La mayoría de las órdenes fue secularizada y sus bienes pasaron al Estado. Uno de los espacios que quedó así bajo dominio público fue el Convento de los Franciscanos Recoletos, el lugar que se eligió para ubicar el Cementerio del Norte. Otras disposiciones de las autoridades, como la desaparición del Cabildo –el ayuntamiento de la ciudad que era considerado por el grueso de la población como un “padre” encargado de velar por el “bien común”– contribuyeron al descontento. Por eso, cuando en marzo de 1823 un grupo opositor organizó un levantamiento contra el gobierno –el motín de Tagle, llamado así por el nombre de su líder–, obtuvo el apoyo de muchos grupos populares en nombre de la defensa de la religión, supuestamente atacada por las autoridades, y de la restauración del Cabildo. Las tropas leales dispersaron la movilización en la Plaza de la Victoria (la actual Plaza de Mayo) y la asonada fracasó. El triunfo consolidó al grupo rivadaviano en el poder y garantizó sus reformas. De esta manera nació y sobrevivió el primer cementerio público de Buenos Aires.

El modelo fue el del cementerio abierto y extra urbem (fuera de la ciudad) confeccionado por las corrientes higienistas europeas, que tenía en cuenta para su instalación la dirección de los vientos, la composición orgánica del suelo, el tipo de árboles, la orientación de los accesos y la profundidad de las fosas. El lugar elegido en Buenos Aires fue el espacio hasta entonces ocupado por el huerto y el jardín del Convento de los Recoletos, junto a la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar. En esa época Buenos Aires terminaba por el norte a la altura de la actual calle Arenales; la última zona urbanizada estaba en torno de lo que hoy es Plaza San Martín. Por lo tanto, Recoleta, cercana pero extramuros, era ideal para albergar un cementerio según las nuevas concepciones.

En los primeros años, el cementerio tuvo, también, un primer auge, marcado por el republicanismo. Las provincias que habían formado el Virreinato del Río de la Plata adoptaron el sistema republicano de gobierno después de la Guerra de la Independencia y las virtudes republicanas fueron fuertemente celebradas en las décadas que siguieron a 1820. Así, muchas de las tumbas originarias son sencillas y utilizan iconografía de la Antigua Roma –el referente republicano por excelencia– como pirámides, columnas y vasijas (un buen ejemplo es el Panteón de los ciudadanos meritorios y, frente a él, el mausoleo de Manuel Dorrego).

En la segunda mitad del siglo XIX, el cementerio decayó. Hubo una ley provincial de clausura por su mal estado, pero quedó anulada cuando en 1880 el Estado Nacional federalizó la ciudad de Buenos Aires y la separó de su provincia. Para ese entonces, el perímetro urbano había crecido y ya incluía a Recoleta en su interior, por lo que el debate en torno de lo pertinente o no de que los cementerios estuvieran dentro de la ciudad resurgió. El primer intendente de la ahora Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Torcuato de Alvear, decidió impulsar un programa de mejoramiento de la hasta entonces marginal y descuidada zona de Recoleta, y dispuso que se rehabilitara el Cementerio del Norte, a pesar de su ubicación urbana. Le encargó la reforma al arquitecto italiano Giovanni Buschiazzo, el mismo que diseñó el primer boulevard de Buenos Aires, que hoy es la Avenida de Mayo.

Buschiazzo amplió el espacio ocupado por el cementerio y construyó un muro de ladrillos a su alrededor, pavimentó sus calles y proyectó un trazado regular que realzaba el acceso principal y el espacio central, jerarquizando los nichos, bóvedas y mausoleos según su ubicación. Totalmente modificado, el Cementerio del Norte fue reinaugurado en 1881. En los siguientes cincuenta años –los del apogeo del modelo agroexportador en la Argentina– fue colonizado por las “grandes” familias porteñas, que a lo largo de ese período ubicaron sus casas palaciegas en el norte de la ciudad: primero la calle Florida, luego Retiro y finalmente Recoleta. Esa élite expresó su poder creciente de la misma manera en que lo hizo en sus residencias: encargó a artistas europeos, generalmente italianos, que erigieran sepulcros monumentales y destacadas esculturas para glorificar a sus muertos y su apellido.

Así, Recoleta se convirtió en el cementerio de la alta burguesía porteña. Para pertenecer a los círculos más encumbrados de la sociedad de Buenos Aires había que tener espacios determinados y legitimados en la vida y en la muerte: esto es, poseer un mausoleo en el Cementerio del Norte así como celebrar los casamientos en las iglesias de la Merced, el Santísimo Sacramento y el Pilar; poseer residencias imponentes, viajar a Europa, aprender modales refinados y, en el caso de los hombres, pertenecer al Jockey Club. Muchos se esforzaron por tener una tumba destacada, y los resultados son impactantes: las 4.800 bóvedas y 878 nichos del cementerio, conectados por medio de calles, avenidas, diagonales y plazoletas, conforman una verdadera necrópolis.

Más de un siglo después de la creación de esta segunda versión del cementerio, en 2003, quedó concluida una importante obra de recuperación de todo su patrimonio, por lo que ambas fechas (1881 y 2003) están grabadas en el piso del peristilo junto a la de la primera inauguración.

El sitio sigue manteniendo su alto perfil social, pero actualmente tiene escasa actividad en cuanto a su función primordial, dado que no hay nuevos espacios para adjudicar. Durante muchos años fue un lugar de paseo de los porteños en los fines de semana y un refugio de escolares que huían de clase en los días de semana. Gradualmente se fue convirtiendo también en una de las principales atracciones turísticas de Buenos Aires. Los visitantes admiran la magnificencia del conjunto y disfrutan de un viaje al pasado de la clase alta de la ciudad. Sin embargo, gracias a una de esas singularidades en las que es tan rica la historia argentina, lo que despierta más interés no es ninguno de los mausoleos de las tradicionales familias de la élite porteña, sino el de alguien que las enfrentó y que fue probablemente el personaje más odiado por ese grupo social: María Eva Duarte de Perón.